jueves, 21 de noviembre del 2024

La importancia de un juicio

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Joaquín Urías
Joaquín Urías
Profesor de Derecho Constitucional, exletrado del Tribunal Constitucional.
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Nunca antes nuestro Tribunal Supremo se había enfrentado a un juicio de esta magnitud. No ya por el número de procesados -bastante reducido- o la extensión del sumario -habitual en los procedimientos de esta naturaleza- sino por la expectación que suscita, los medios nacionales e internacionales acreditadas, el número de testigos que van a comparecer y el debate público que se crea en cuanto a cada decisión de procedimiento. En el alto tribunal son conscientes de que lo que está en juego no es sólo la decisión acerca de varios presuntos delitos, sino la credibilidad del sistema judicial español y la viabilidad misma de nuestro orden constitucional.

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El juicio contra los líderes del proceso independentista catalán no es un juicio cualquiera. Por más que desde la estructura del Estado español se quiera presentar como un ejercicio de normalidad constitucional es, seguramente, el juicio más trascendente de la historia de la democracia española y, sin duda, el más excepcional. Tanto por su significado político, como por su naturaleza jurídica. Incluso las previsiones logísticas del Tribunal Supremo para la organización la vista pública en particular rezuman excepcionalidad.

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Políticamente, es un juicio excepcional porque se dirige contra el movimiento independentista catalán en su conjunto. Los nueve imputados son juzgados en tanto que líderes de un masivo movimiento ciudadano que ocupó las calles catalanas en diversas ocasiones. Sus delitos más graves estarían relacionados, presuntamente, con la organización y dirección de este inmenso movimiento popular que sacó a la calle a casi dos millones de personas. Así que no se plantea como un proceso contra unos políticos que hubieran podido tomar decisiones erróneas, sino que se enjuicia a todo un movimiento social en favor de la autodeterminación de Cataluña.

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Formalmente, no se les puede juzgar por la declaración simbólica de independencia, pues se trata de un acto político que aunque pueda ser inconstitucional, no tiene sanción penal clara. La fiscalía y el Estado español no han querido limitarse a perseguir el único delito evidente, que es el de desobediencia. La aprobación de leyes y declaraciones en desafío de prohibiciones expresas del Tribunal Constitucional puede encajar en ese delito, pero la pena prevista para el mismo se ha considerado demasiado ligera. La inhabilitación para ejercer cargos públicos no tiene el efecto ejemplarizante que se buscaba con todo este proceso. Así que los poderes del Estado han tirado por alto acusando de rebelión o sedición y buscando una pena que incluya años de cárcel. Esa acusación sólo se sostiene si se afirma que entre septiembre y octubre de 2017 asistimos a un movimiento sedicioso tumultuario que intentó cambiar a la fuerza el régimen político vigente. Se ha planteado, pues, como un juicio contra los líderes de un movimiento revolucionario que tiene mucho más de reacción vengativa contra quien puso en jaque al Estado que de acción judicial ordinaria.

Se ha planteado, pues, como un juicio contra los líderes de un movimiento revolucionario que tiene mucho más de reacción vengativa contra quien puso en jaque al Estado que de acción judicial ordinaria.

La decisión que adopte el Tribunal Supremo marcará para el futuro la actitud del Estado español frente al movimiento independentista. Una pena de prisión elevada elevaría definitivamente el nivel de conflictividad entre España y esa mitad de la población catalana que parece que apoya la independencia, cerrando en gran medida la puerta a soluciones negociadas. Mientras más duro se muestre el tribunal Supremo, mayores son las posibilidades de conflicto social en Cataluña en los próximos años.

Desde el punto de vista jurídico lo que está en juego es la independencia misma del poder judicial y su papel neutral como meros aplicadores del derecho. La fase de instrucción ha puesto de manifiesto un posicionamiento de los jueces y tribunales que casa mal con su tarea constitucional de aplicar de manera imparcial el derecho, respetando los derechos fundamentales de la ciudadanía. Bien al contrario, el juez instructor y la sala de apelaciones del Tribunal Supremo han actuado como auténticos inquisidores políticos que han priorizado la búsqueda de un escarmiento al disidente por encima de la ley. La decisión de prisión provisional de los acusados carece de toda base jurídica. En algún caso se ha justificado aludiendo claramente a la ideología de los acusados, señalando que mientras sigan apoyando la independencia de Cataluña debían seguir en prisión. Pocos días antes del comienzo del juicio el Tribunal Supremo, intentando evitar una probable condena internacional, se ha permitido cambiar la argumentación que sostiene la decisión. Ya no se dice que es por el riesgo de reiteración delictiva sino por el peligro de que se fuguen.

La acusación de la fiscalía tiene un tono tan político que sonroja a cualquier defensor del estado democrático de derecho. Se basa exclusivamente en testimonios policiales de una parcialidad flagrante. Se inventa una nueva definición de rebelión creada ad hoc  en la que ya no se castiga sólo un levantamiento violento cercano casi al terrorismo, sino cualquier acto de rebeldía que se manifieste en la calle. En fin, se permite invocar el discurso del Rey de octubre de 2017, atribuyéndole un papel de defensor del orden constitucional que no puede tener en ninguna constitución democrática para deslizar que el propio monarca exige que se castigue a los independentistas.

Si el Tribunal Supremo no pone coto a estos desmanes y reconduce el asunto a los términos estrictos de la ley y al respeto de los derechos políticos las consecuencias van más allá del prestigio internacional de España. Admitir una acusación como la que hace la fiscalía supondría convertir a España en un Estado en el que la libertad política y el espacio para quienes disienten del poder establecido es cada vez menos. Reduciría el espacio de libertad garantizado por la Constitución que, mal que bien, hemos disfrutado hasta ahora y abriría la puerta a un autoritarismo de consecuencias imprevisibles.

La relación de España con el independentismo catalán; el prestigio de nuestra justicia como órgano independiente e imparcial; los derechos y libertades de que gozamos los españoles cuando no estamos de acuerdo con el poder. Todo esto está en juego. Ojalá el Tribunal Supremo sea consciente de su papel histórico y dicte una sentencia que abra una puerta a la convivencia y no al conflicto.

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