Sólo hay una respuesta a las dos preguntas del título de este artículo. Anticipa las elecciones y las pone el 28 de abril porque piensa que le beneficia.
Lo que ocurre es que esa respuesta da pie a una nueva pregunta. Por qué piensa que le beneficia?
A esa pregunta no se me ocurre una respuesta unívoca, una respuesta total. No creo que ni siquiera Sánchez lo tenga tampoco muy claro.
Si estiramos el chicle de la metáfora del tablero para referirnos al escenario político, lo primero que me viene a la mente es que hasta los analistas de Magnus Carlsen, el vigente campeón del mundo de ajedrez, tendrían problemas a la hora de analizar la posición en esta partida. La política, como el juego de los 64 escaques, es imprevisible por definición, dado el enorme número de variables que hay que tener en mente a la hora de realizar un movimiento. Es obvio que la Moncloa dispone de claves que se ignoran extramuros del palacio presidencial y doy por supuesto que la racionalidad, y no un impulso irreflexivo, ha dictado los pasos de Sánchez, mas desde fuera no es fácil ver la lógica de la jugada.
La derecha quería las elecciones para ya. Es normal. Las encuestas le dan una opción muy seria de gobierno tripartito. Es cierto que Macron se pondría algo colorado si ve a su sucursal española pactar con Vox en Madrid (no es lo mismo que hacerlo en una comunidad autónoma, por muy relevante que sea Andalucía) pero, amigas y amigos, mucho más colorados se tienen que poner los socialistas franceses después de ver las fotos de Manuel Valls en la Plaza de Colón. Bien, hubo un pinchazo en la convocatoria, así que llamar a las urnas ahora tampoco sería exactamente ceder a la presión conservadora. Bien, el PSOE puede llamar al voto útil para frenar a la derecha tricéfala y pintar a Rivera como un colaboracionista de Vox. Correcto. Pero incluso así el panorama dista de estar claro: el PSOE apenas sube en las encuestas y su socio potencial, Unidos Podemos, cotiza a la baja, carcomido por las luchas intestinas y por el liderazgo tambaleante de Pablo Iglesias (tal vez las cosas serían mejores para los morados con Irene Montero como candidata).
Entre tanto, el bloque independentista juega en otra liga, la que se ventila en el Supremo y en el espacio público -las calles, los peajes de las autopistas- de Catalunya. No es que su reino no sea de este mundo, es que piensa no en el corto plazo, sino en el medio y en el largo. Y lo que tiene ahora mismo entre manos es un estado español que juzga a sus dirigentes por delitos imaginarios y unos dirigentes políticos españoles progresistas que no son capaces de asumir esto mismo que yo acabo de escribir: que no hay rebelión, que no hay sedición, que no hay malversación. No es que el independentismo catalán se haya desentendido de la evolución política española, es que en su conflicto con el estado -el Constitucional en tiempos del Estatuto de 2006, el Supremo con el 1 de octubre- no ha encontrado complicidad en el partido del gobierno -por más que Sánchez se desgañite pronunciando la palabra diálogo.
Bien, entonces?
Entonces tal vez Sánchez piense que, a pesar de que la crisis del establishment del 78 se ha traducido en la emergencia de actores por la izquierda (Podemos, 2014) y por la derecha (Vox, 2019), el centro todavía determina las elecciones. Y tal vez, tal vez, piense que la mejor estrategia para ganar el 28A pasa por colocarse en una cierta equidistancia entre el trípode derechista y el bloque independentista.
Y, sí, tal vez el PSOE llegue el primero a la meta, pero eso no le garantiza gobernar, si lo hace sobre las cenizas de Unidos Podemos y con los puentes semi-rotos con Barcelona.
Claro que, tal vez, Sánchez ahora mismo no esté pensando tanto en garantizarse la posesión de las llaves de la Moncloa como en reducir a la mínima expresión a su rival por la izquierda, Unidos Podemos, y en empujar a su competidor por el centro, Ciudadanos, a los brazos de la derecha extrema (PP) y de la extrema derecha (Vox).
Sánchez juega al win-win. Gana si se impone en las elecciones con posibilidad de formar gobierno y gana si es primera fuerza y, aunque pierda la presidencia, recupera con claridad la hegemonía en el centro-izquierda.
Ésa es, barrunto, la lógica de esta arriesgada jugada del ajedrecista de la Moncloa.