No había que despertarlo. El neofalangismo ya estaba ahí antes del actual empuje del independentismo catalán, que sólo le quitó las caretas y le generó un estado de nerviosismo disgregador. Pero el conflicto venía de atrás, y tuvo su primer gran capítulo institucional a mediados de la primera década de 2000, con diversos protagonistas, entre ellos dos socialistas al frente de los respectivos gobiernos, Pasqual Maragall y Rodríguez Zapatero. Su vía, el Estatut reformado, era mucho menos rupturista que la actual pero tenía una virtud, la de asumir la existencia de una mayoritaria demanda de autogobierno y plurinacionalidad, dos palabras que las derechas españolas consideran pecado mortal, causa de ilegalización incluso. Prueba de que las carencias democráticas son la esencia misma de su razón de ser.
Aquel ciclo 2005-2012 que acabó colisionando ante los juzgados de Estado con ayudas varias, entre ellas la mayor del Partido Popular, contenía en sus principios una diferencia fundamental respecto al momento presente: la tímida pero constatable defensa de un referendo de autodeterminación pactado por parte del PSC. No es una cuestión menor. A pesar de la rectificación de rumbo hacia un constitucionalismo más o menos puro, los y las socialistas siguen siendo pieza central a la hora de plantearse la reforma a fondo que necesita el Estado español. Porque ese objetivo sólo se puede conseguir mediante dos fórmulas. La desobediente –la de las CUP o allegados al President Puigdemont– o la institucional, donde ahora parece instalarse ERC y sectores neoconvergentes. Sin entrar en otras valoraciones, ahora mismo la segunda parece más ajustada a la correlación de fuerzas. Por lo tanto, ese pragmatismo indica que los avances pasarán por la valentía del renacido PSOE de Sánchez y también la necesidad que éste tenga de buscar aliados en las naciones del Estado, desde el PNV a Esquerra, quizá también entre Compromís o BNG.
Y en estas andamos, cuando al líder de los socialistas de Catalunya, Miquel Iceta, se le ocurre decir una obviedad. Que esto se debe basar en las decisiones de los pueblos. Y se arrancó con las matématicas. «Si el 65 por ciento de los catalanes quieren la independencia, la democracia debería darle una salida», manifestó. Más allá del planteamiento que compara las decisiones colectivas con una especie de listón de salto de altura, y tampoco es eso, la frase del diputado socialista en el Parlament no puede ser más simple y natural. Sólo puede escandalizar a quien maneje una percepción totalitaria del Estado. Touché.
Salieron las derechas indignadas ante una nueva «felonía» y «traición». Curioso que su feliz compañero de manifestaciones unionistas hubiera transmutado de forma tan rápida, pero los ritmos histéricos del reaccionarismo funcionan así. Luego llegaron los matices, los discursos electoralistas para no espantar a nadie, pero desde el PSOE alguien había dicho algo. Y se parecía más a Pasqual Maragall que a Rodríguez Ibarra. Buena noticia. A estas últimas dos palabras añádanle un interrogante si así lo prefieren. Pero el fondo del asunto ahí queda.
La derecha no se queda quieta, y a su negativa de reconocer el hecho democrático de un posible 65% contrapusieron un poco menos de democracia. Y otra cifra familiar, aunque en un nuevo contexto. El 3 por ciento. Según Albert Rivera, se debe dejar fuera del Congreso a toda fuerza política que no alcance ese porcentaje de voto en el total del Estado. En la práctica, significa eliminar de una parte decisiva de la vida institucional a todos aquellos partidos cuya sede central no está en Madrid. Es lo que desean, en versión light, porque lo que en realidad les ilumina el gesto es la ilegalización total. Así es su clara apuesta por la diversidad dentro de un Estado. Así quieren responder a las notables limitaciones democráticas que aún se detectan en España. Involución para solucionar. Nada más lejos de la realidad. Por varias razones. Entre ellas, no está de más recordar que es posible que Esquerra consiga esa cifra en solitario el 28-A. Y que una alianza instrumental entre las formaciones afectadas por el retroceso antidemocrático que propone Ciudadanos podría alcanzar niveles de apoyo de entre el 10 y el 15% del electorado, con no pocos votos allí donde menos se esperarían.
Así que sigan perdidos y desenmascados unos. E insistan en los pasos transformadores los de Iceta, así a ver si dentro de un tiempo podemos parafrasear a Piqué y decir que con él y su aceptación del 65% empezó todo. La solución más democrática.