«La coalición es el arte de llevar el zapato derecho en el pie izquierdo sin que salgan callos». Guy Mollet, el autor de la frase, fue primer ministro, francés y socialista, entre 1956 y 1957.
La «mayoría en Catalunya» es la del porcentaje de encuestados que piden la celebración de un referéndum de autodeterminación. Desde hace años oscila entre el 70 y el 80%, pero no le cabe al Estado.
Sobre la «coalición», las hay que nacen de negociaciones positivas y en público para construir el futuro colectivo limando diferencias. Otras, en cambio, son pactos a la desesperada entre confundidos, que se confabulan a oscuras contra el adversario para que nadie rompa los nudos que nos atan al pasado, la forma más cómoda de gobernar para los privilegiados habituales.
Mientras se va gestando la clase de coalición que viene, o ambas al mismo tiempo, la actualidad nos entretiene con relatos de conveniencia, pero lo que escuchemos hasta el 26 de mayo que proceda de los partidos estatales estará teñido de electoralismo. Todo, salvo sus reacciones ante los imprevistos, las situaciones de fuerza mayor y, por supuesto, lo que consigamos descubrir de lo mucho que nos ocultan. Siempre refiriéndonos a Catalunya, el único problema que lo bloquea todo y a todos. En cambio, bastante tienen los independentistas con defender sus candidaturas de los ataques que reciben. Casi todos contra ellos. Unos por principios (de los del Movimiento) y otros por los votos.
Para imprevistos, los que cada día depara una Justicia española, rota y desquiciada por las consecuencias del papel que no puede dejar de cumplir ante la insolvencia política de los sucesivos gobiernos centrales. Lo de la JEC y el Supremo con la candidatura de Puigdemont es difícil de superar y, aun así, Casado quiere recurrir al Constitucional. «Más dura será la caída», nos recordaba Bea Talegón que escribió el fiscal Maza en octubre de 2017 contra los catalanes rebeldes, aunque después lo achacó a un error. Falleció sin tiempo para imaginar que menos de dos años después la que se estaría asomando al precipicio no sería la Catalunya independentista, sino la España que sufrimos.
Las situaciones de fuerza mayor ante el Estado, verdaderos retos, llegan con toda la autoridad democrática, porque nacen de las urnas. Esta vez han confirmado la primera victoria de los independentistas catalanes en el campo contrario de las generales y, además, un importante avance del bloque PNV + EH Bildu en Euzkadi.
Y, por último, lo que nos ocultan. Por ejemplo, lo que el Pedro Sánchez más presidente, a pesar de estar en «funciones», haya podido hablar con Casado, Iglesias y Rivera sobre Catalunya en las reuniones de La Moncloa. Intuitivo ha estado el socialista en lo de convocar a los perdedores, pues transmite una sensación de ventaja sobre sus adversarios convertible en votos. Consolidará en las urnas de mayo el triunfo de abril, pero el problema sigue siendo gobernar en el infierno.
Los independentistas arrasarán en las municipales y la sorpresa puede llegar con las europeas, pues nadie osa cuestionar que la ventaja del relato exterior la llevan de largo los de Puigdemont, con o sin Diplocat. Y esto se traducirá en votos a favor de quienes parecen, porque lo son, más europeos. Ni Borrell perdiendo apuestas sobre apoyos a los presupuestos generales, ni el voluntarismo de Irene Lozano metiendo la pata más de una vez desde su España Global, han conseguido evitar que las muestras de apoyo hacia el independentismo catalán dejen de salpicar la actualidad.
Nada como el repaso de la historia para alimentar la lógica concluyente.
De 2004 a 2010, un PP fuera del gobierno cabalgando sobre la catalanofobia para cultivar los votos que nacen del odio al diferente.
De 2011 a 2015, a un PP confiado en su mayoría absoluta ni le alteran las Diadas masivas ni decide molestar a ninguno de los casi dos millones de asistentes a las urnas independentistas del 9 de noviembre de 2014.
Hasta mayo de 2018, los excesos violentos de un PP en minoría insufrible, cada vez más aislado y finalmente condenado por la Justicia y expulsado del Gobierno, consiguen preocupar a una Unión Europea que discreta, comienza a vigilar también la política en España.
Derrotado el 28 de abril el programa electoral del «155 desde ya más cárcel sin paliativos para los líderes catalanes más votados», nadie sabe cómo se llama la alternativa. Un paréntesis con fecha de caducidad.
Por tanto, el más que previsible avance del independentismo en todas las urnas del 26-M desembocará en la única solución posible: una coalición fáctica de los tres del 155 en la que Pablo Iglesias tendrá que implicarse, cumpliendo un papel similar al de Sánchez para que el 155 de 2017 no fuera también una declaración de guerra. Será el precio que pagará UP para conseguir algunos de los ministerios deseados.
Hay una tercera clase de «coalición». Dura lo que un funeral porque es la que forman quienes acuden al último adiós.
Con poco más de cuarenta años de edad, este enfermo terminal palpita con problemas. Otra urna le espera. Recibirá sus cenizas cuando haya contado los votos. Es la europea, y no existía cuando nació la nuestra.
¡Cuánto ha sabido cambiar el mundo que nos rodea!
Y qué poco hemos sabido cambiar este mundo nuestro tan presumido, pero que parimos tan mal que ahora debe morir entre exilios, cárceles y juicios.