No, no se asusten si estos días los monumentos de sus ciudades y de sus ayuntamientos se han teñido de naranja. No. No ha sido una premonición de los resultados electorales, que desconozco mientras acabo el artículo, pero que me aventuro a pronosticar que no van a ser tan rotundos como para dibujar un mapa municipal tan definidamente del color de Ciudadanos.
Paradojas que tiene la vida, y la política. Hace no muchos años, la mayoría no sabríamos a qué noble causa asociar dicho color. Hoy, tampoco, salvo que asumamos que el partido que lidera Albert Rivera es una causa noble.
Los rituales es lo que tienen, que son flor de un día, sobre todo cuando simbolizan a los olvidados, a los estigmatizados, mientras que los partidos, permanecen –o no–. Pero como no hay mal que por bien no venga, quizá este año los enfermos y enfermas de Epilepsia estén de suerte y el juego de la confusión haya contribuido a una visibilización mayor de su “efeméride”, al haber coincidido ésta con el cierre de la campaña electoral.
Desde el 2006, cada 24 de mayo se celebra el Día Nacional de la Epilepsia y, como casi todos los “Días De”, de un tiempo a esta parte, las administraciones públicas aportan su granito de arena dándole color a plazas y edificios. Haría falta, eso sí, una guía para saber identificar lo que simboliza cada bombilla, algo así como el juego de las banderas en las playas o el código de los semáforos en las carreteras porque esto de los colores se nos está yendo de las manos. Sobre todo cuando no viene acompañado de mucho más y se reduce a pura liturgia. Y que sí, que todo ayuda, que menos es nada, pero a mí, sinceramente, no me llega y me toca un poco los ovarios, con perdón, tener que estar conformándonos, siempre, con las migajas.
Amancio Ortega
Unos más que otros, claro, porque la epilepsia no es un cáncer, ni tampoco “un pobre de A Coruña al que regalarle un albergue justo unas horas antes de ir a votar”, así que Amancio Ortega, por ahora, ni está ni se le espera. Sí, ese filántropo al que resulta que tenemos tanto que agradecer, esa “vaca sagrada” que casi ha paralizado un país la pasada semana y todo un poco por lo mismo, porque hemos interiorizado tanto el discurso de las migajas, que asumimos pulpo como animal de compañía. O lo que es lo mismo, asumimos como beneficencia lo que debería ser prestación y dotación de servicios públicos. O lo que es peor, rendimos pleitesía ante un señor que crea riqueza de forma directamente proporcional a lo que explota, evade y/o precariza, pero claro, es tan altruista…
Mi madre murió de cáncer hace 14 años. El bicho se la comió en menos de tres meses. El cabrón no dio señales de su existencia hasta que era demasiado tarde. Y así sigue comportándese y comiéndose gente, amiga y no amiga, conocida y desconocida, más de una década después. El primer informe sobre “Investigación en Cáncer en España”, elaborado por la AECC, la ASEICA y la Fundación La Caixa, de reciente publicación, concluye que duplicar la investigación elevaría la supervivencia del 53 por ciento al 70%; reclama una Estrategia Nacional a 2030; constata que el esfuerzo científico no siempre se corresponde con los cánceres con mayor mortalidad o prevalencia y denuncia el escaso peso de la inversión pública, así como la elevadísima cifra de un 76 % de ensayos clínicos que responden a necesidades de la industria farmacéutica. No niegan ni renuncian a la inversión filantrópica, pero, obviamente, en su justa medida porque una donación es como una tirita, a veces una necesidad, nunca una cura.
Habría vendido mi alma al diablo ya no porque se salvara, sino incluso por estar con ella unos días más en el corredor de la muerte, pero eso no convierte a los filántropos en héroes –filántropos, además, somos muchos, los millones de anónimos que algo aportamos a la AECC, por ejemplo– ni tampoco hace de los Amancios Ortega de este país mártires, en caso de ser criticados.
De epilepsia no te mueres. No es una enfermedad mortal, vaya, para ser rigurosos. Pero tampoco vives. Porque vivir también es no tener que ocultar una enfermedad. Poder ejercer tu profesión sin la espada de Damocles del prejuicio y del desconocimiento. Poder ser uno más del entramado social, frente a la exclusión. No tener que sentir el estigma de un problema crónico que ahora mismo afecta en España a 400.000 personas, a niños y adolesentes con mayor incidencia en número, a las mujeres de cualquier edad con mayor incidencia en discriminación, por variar.
Según datos de la Federación Española de Epilepsia, sólo entre un 25 y un 30 por ciento de las crisis se producen con convulsiones y el 70 por ciento de las personas que sufren la enfermedad la tienen controlada, pero aún así tienen problemas para su integración educativa y laboral, y por eso pacientes y familiares siguen cayendo en la vergüenza y en la ocultación.
Poder “salir del armario” pasa, obviamente, por más información, respeto e implicación por parte de todos y de todas; por desmontar mitos y prejuicions y por visibilizar. En esta semana de extrañas coincidencias, entré en una librería y un pequeño gran libro se hacía un hueco entre El Director, de David Jiménez –que algo sobre filantropía también habla– y Todo lo demás era silencio, de Manuel de Lorenzo –que algo sobre el cáncer también sabe. Una pequeña joya en banda diseñada que se subtitula El ascenso del Gran Mal y que, sí, lleva por título: Epiléptico.
“La enfermedad se ha apoderado de él. Ahora es un discapacitado condenado a evolucionar en un universo de discapacitados. Quizá fuera en ese momento cuando renunció a la idea de curarse. Mis padres se desvivieron para que escapase de ello el mayor tiempo posible. Él les guarda rencor porque nada de lo que han probado para curarlo ha funcionado. Ahora utilizará la enfermedad para evitar enfrentarse a la vida” (David B.)
*Dedicado a Mar y Miguel Anxo, filántropos de un millón de corazones, luchas y buen hacer.