Ahora que ha finalizado el juicio más importante de nuestra historia reciente, es el momento de recordar que cuando lo del rey solo habían transcurrido dos días y que, en cambio, el conflicto sigue y, además, se internacionaliza.
No es lo mismo ser el «hijo de», que ser, en persona, nombrado sucesor por un asesino como Franco durante su dictadura, ser después confirmado rey por los cómplices de ese mismo dictador y, por último, colarse en una democracia en construcción como cosa que había que aceptar entre la espada y la pared.
Lo de ser solo «hijo de» le permitió a Felipe VI disfrutar del beneficio de la duda, incluso entre muchos contrarios a cualquier clase de monarquía.
Pero es ley del clima que toda niebla termina por despejarse. Si la democracia que, según el cuento, trajo a España su padre valiera tanto como la fortuna que ha conseguido amontonar, Felipe VI podría ser un ultraderechista en la intimidad y no se vería obligado a cometer actos franquistas de los que certifican su calaña.
Cierre usted los ojos durante cinco segundos, que le parecerán diez, e imagine que hoy es día 3 de octubre de 2017. Que son las nueve de la noche y que Felipe VI aparece en la pantalla. Así, soñando, usted puede imaginar que el rey está pronunciando estas 52 palabras, y ninguna más:
«Estamos viviendo momentos muy graves para nuestra vida democrática. He visto a nuestras fuerzas de seguridad golpeando a personas que acudían a votar. Por eso, acabo de transmitir a los gobiernos de España y Catalunya mi deseo de que se pongan de acuerdo para que nunca más se repita tan denigrante espectáculo».
Pero el 3 de octubre de verdad todos escuchamos 661 palabras, de las cuales solo la primera frase es idéntica en ambos discursos, el soñado y el que realmente escuchamos. Se nota demasiado, en esas nueve palabras primeras, que Felipe VI estaba nervioso: en un texto tan breve dice «viviendo» y también «vida», el ejemplo evidente de una redacción poco trabajada. Un rey de España que se desquicia por una discrepancia política entre españoles constituye un peligro muy grave que es urgente cancelar.
Cuando sea tarde, como casi siempre, los historiadores dirán si aquel discurso de 661 palabras cabía o no en el Título II de la Constitución, porque conocerán sus verdaderas consecuencias. Pero hoy, casi dos años después, nadie puede imaginar que el otro discurso, el soñado de solo 52, o uno similar, hubiera traído a España hasta un presente más difícil que el real.
Pensaba estas cosas en el que es, probablemente, el mejor rincón del mundo para conocerse a uno mismo por dentro y por fuera: la bañera mientras nos duchamos. Incluso retrocedí aún más en el tiempo y recordé que cinco años atrás había comenzado a escribir y que el día 14 de septiembre de 2015 me publicaron algo que se titulaba «Sobre Catalunya le pregunto al rey».
Una de las preguntas, dirigidas todas a Felipe VI, decía lo siguiente:
«¿Por qué no llamó usted a los señores Rajoy y Sánchez a su despacho, juntos o por separado, en público o en privado, puso la corona sobre la mesa, les enseñó la foto de Cameron y les dijo que o legalizaban el referéndum de Cataluña y participaban para ganarlo, o habría abdicación real?».
Trece días después hubo en Catalunya las elecciones autonómicas legalmente previstas y los partidos independentistas lograron la mayoría parlamentaria. Su programa electoral, que nadie había denunciado ante la justicia, incluía el compromiso de celebrar un referéndum. Y dos años después cumplieron con su obligación ante los votantes.
Pero comenzaba este de hoy destacando que solo habían transcurrido dos días desde las urnas que cumplían con aquella palabra dada y el momento en que Felipe VI perdió los nervios y apareció por TV para amenazar con 661 palabras que hubiera podido leer, iguales, alguien como Arias Navarro en circunstancias similares. Solo hubieran sido distintos el color de los uniformes represivos y quizás, como en Vitoria, algunos muertos inocentes en lugar de «solo» heridos. Otros asesinatos, aquellos, que todavía gozan de impunidad «democrática».
En cambio, ya han transcurrido más de siete días de un hecho franquista muy grave porque lo han cometido autoridades del Estado. Y Felipe VI no ha dicho ni una palabra. Y nadie, diga lo que diga, puede importar a esos cinco malvados. Excepto el rey. Por eso, Felipe VI es también culpable de proteger «hechos franquistas». Diremos qué lo es de proteger el franquismo, por ahorrar texto.
El día 4 de junio cinco magistrados del Tribunal Supremo firmaron y publicaron un auto judicial insoportable.
¿Ha visto usted en TV a Felipe VI pronunciando las siguientes 76 palabras, u otras parecidas?:
«Buenas noches. Acabo de pedir al Gobierno que tome las medidas necesarias para que, a la mayor brevedad, abandonen sus puestos en la Sala 3ª del Tribunal Supremo los magistrados firmantes del auto, conocido el pasado día 4 de junio, en el que se reconoce a Franco la condición de jefe de Estado desde el día 1 de octubre de 1936. Tal afirmación no es admisible bajo ningún concepto en personas con autoridad para dictar sentencias».
Evidentemente, los cinco aludidos no esperarían y dimitirían voluntariamente, o negociarían un perdón humillante y modificarían el auto que firmaron, tal como se pedía desde muchos colectivos, incluso judiciales.
Pero este rey no tiene ni idea de lo que son y no son peligros de verdad para la democracia, no diremos «libertades», palabra que escuece más. En cambio, a cada cosa que hace o que no hace demuestra su complicidad con la mentalidad franquista que resiste en mucho autoritario con mucho mando.
Durante el paraíso bipartidista, cuando los franquistas solo de disfrazaban de PP y acusaban en falso a otros españoles del peor atentado terrorista de la historia de Europa, y el PSOE se reconstruía desde la corrupción felipista tras gobernar durante años haciendo buenas migas con lo peor del franquismo subterráneo, Zapatero no quiso darse cuenta de que en la Ley de Memoria Histórica los dos símbolos que era imprescindible destruir fueron, precisamente, los que más se protegieron, uno vivo y el otro muerto: la monarquía y el Valle de los Caídos.
Hoy mismo, el catedrático de Constitucional Pérez Royo, a cuenta del muy simbólico arrinconamiento, en un despacho de la Asamblea de Madrid, de un cuadro democrático que decía «Todos somos iguales ante la ley» y su cambio por otro con la imagen de Felipe VI, nos ha dejado escrito que «La monarquía ha sido a lo largo de toda nuestra historia constitucional el instrumento para la negación, domesticación o devaluación del principio de igualdad».
Los líderes independentistas catalanes son los únicos españoles que se atreven a pronunciar la palabra REPÚBLICA sin miedo, incluso en sus últimos alegatos antes de la sentencia que puede seguir rompiéndoles la vida.
O nos sumamos a su valentía o España terminará condenándose a sí misma por defender la continuidad de lo que Franco más quiso salvar de toda su dictadura asesina.