Un once de marzo de hace años Aznar y los suyos, mayormente cristianos, demostraron que no sabían lo que ordenaba el Octavo Mandamiento. Ni tampoco medir las consecuencias de sus actos. Por tanto, irresponsables y crueles, mintieron como bellacos.
Después, resultó que Zapatero tampoco sabía que existía un odio especial instalado en muchas personas importantes, y no tanto en los nombres de muchas calles y monumentos. Se confundió, deslumbrado por el gobierno que le habían regalado unas urnas que, en realidad, lo que hicieron fue canalizar, para ahogarla, una revolución intuitiva contra la mentira más criminal.
Pero nuestros grandes embusteros, capitaneados por Rajoy desde la oposición, no se conformaron y eligieron odio. Señalaron un chivo expiatorio suficientemente conocido para recuperar los votos bestiales que normalmente dominamos. El chivo era, y sigue siendo, un sujeto colectivo de largo recorrido y perteneciente a España que, por una cuestión tan pueril como el domicilio, no podía defenderse en cada uno de los miles de sitios en los que, con impunidad, se cultivaba el odio sembrado contra ellos, los catalanes sin más.
Al promotor de ese odio seguían sin importarle las consecuencias destructivas de su estrategia, pero era inevitable que se produjeran.
Primero, reaccionaron políticamente los líderes del grupo de chivos odiados, proponiendo nuevas condiciones, dentro de la ley, para sentirse respetados.
Inmediatamente después, un tal Albert, joven, hablador, rompedor y desnudo, se ofreció para encabezar la campaña de odio contra los líderes chivos en su propio terreno, donde los de Rajoy, promotores del odio primario, siempre habían salido derrotados.
Aunque al primer intento los sembradores de odio fracasaron, acto seguido una crisis económica inesperada y mundial los premió, consiguiendo recuperar el gobierno en 2011. De nuevo las urnas, esta vez recogiendo millones de votos suicidas por culpa de la desesperación.
Con estos antecedentes, a los pocos años el Titanic del 78 comenzó a dejar su rumbo en varias manos al mismo tiempo. Hasta entonces, los timoneles se habían ido relevando.
La primera vez fue con la implicación del muy inteligente y finalmente fracasado Rubalcaba, con ocasión del relevo de La Zarzuela. Fue en 2014 y, monárquico como todos los socialistas con mando en plaza, ni se planteó aprovechar la coyuntura para forzar la cuestión de la forma de Estado. Y eso que en Catalunya ya se hablaba de república. Pero, por si acaso, había que seguir odiando al chivo.
¿Cuántos socialistas tienen que seguir abandonando este mundo con el título colgado, para la historia, de colaboradores imprescindibles de la monarquía restaurada por el asesino Franco?
¿Cómo les tenemos que decir que en cuanto el PSOE le pida al rey las llaves de La Zarzuela se acabó la monarquía?
Después, en 2016 volvió a repetirse, por dos veces, la coalición ocasional en el timón. Primero, en marzo, cuando Podemos mantuvo en el poder al grupo de instigadores del odio contra la investidura de Sánchez. Después, el PSOE, en octubre, cuando liquidó a su Sánchez para facilitar la investidura de Rajoy, el mismo del odio contra el chivo.
Es que te lo cuentan y no te lo puedes creer.
Entre paréntesis, la última consecuencia de la estrategia siempre fracasada del chivo expiatorio fue el nacimiento de Vox, desde el mismo vientre del PP para odiar más y mejor.
Siguieron con las confluencias entre supuestos contrarios. En 2017, con el 155 capitaneado desde el 3 de octubre por el rey entronizado.
Después con la actitud entreguista de Rajoy. Primera legislatura compartida por PP y PSOE tras una moción de censura que pareció previamente pactada.
Y hoy, con Sánchez reclamando sentido de Estado para sumar apoyos, ante el desastre total al que ha conducido la estrategia del odio al chivo.
Todo parece estar abocado a un gobierno, efectivamente de concentración sean cuales sean los ministros, ante la posibilidad de un suicidio colectivo.
Como un timonel a cuatro manos, que solo puede conducir al iceberg pues, al igual que en el Titanic de 1912 donde el capitán Edward John Smith y los suyos decidieron ignorar las consecuencias, haciendo caso omiso de las informaciones que recibían sobre obstáculos helados en las inmediaciones.
Probablemente, ningún gobierno europeo habría sido capaz de la gran mentira que, con tanta crueldad y contumacia, sostuvieron Aznar y su partido durante cuatro días de marzo de 2004.
Aquella acción representó la más colectiva y brutal violencia no física que un gobierno puede aplicar al pueblo que lo elige y al que se debe. Pero para las mentalidades ocupadas por el franquismo las urnas solo son un trámite. Uno más de los habituales momentos de riesgo en la historia de un negocio.
El relato de las verdades aquí contadas sostiene que, sin las consecuencias, inevitablemente encadenadas, de aquella decisión de engañar a todo el mundo, casi nada de lo más grave que ahora nos ocurre estaría sucediendo.
Sorprende, o quizás no, que no proliferen los documentales y los programas de investigación sobre aquellos cuatro días de marzo. Ahora, que los embusteros siguen vivos.
Hoy, 25 de junio de 2019, es decir, 5.584 días después del 11 de marzo de 2004, algunos nos hacemos una pregunta.
¿Sin aquella gran mentira, habría destruido su carrera un tal Rivera, atreviéndose a poner falso testimonio en la boca de un testigo mortal?
Probablemente no, porque no habría nacido para la política en el caldo envenenado del odio contra el chivo.
Titanic del 78 busca timonel a cuatro manos para que aquí no se salve ni Dios
Más noticias
- Publicidad -
- Publicidad -
- Publicidad -