Peligro de recibir llamadas de militares añorantes y nerviosos, y peligro de sentir la tentación de ponerse al teléfono, no como hace Sánchez con Torra.
El mundo al revés. Quien tiene que hablar no habla, y quien debe callar levanta sospechas.
Peligro de ponerse a hablar con esos peligrosos y no decirles que ni se les ocurra volverle a llamar, ni de ponerse a pensar por su cuenta…
Peligro de llamar él mismo a sus amigos armados para decirles que está preocupado.
Peligro de decirles también que estén preparados… por si acaso.
¿Quién sabe hasta dónde puede llegar una sensación subjetiva de peligro?
Puede sentir el peligro de querer abusar otra vez y exigir televisión, como aquel tres de octubre de 2017 en el que no arregló nada en Catalunya, a la vista está, pero sí hundir la Bolsa española, solo la española, al día siguiente, como se pudo comprobar.
Peligro de querer hacer con un Sánchez cada día más débil algo parecido a lo que hizo su padre con un Suárez a quien hace 40 años debilitaba un poco más cada día. Aunque nunca sabremos toda la verdad porque el emérito, corrupto e inviolable se lo llevará a la tumba, y aquí los secretos de estado se quemarán, con todo lo demás, el día del juicio final.
¡¡Como no nos vamos a creer que Felipe VI esté corriendo todos esos peligros, si vive en un país en el que siete jueces se atreven a insultar por escrito a millones de catalanes, firmando, unánimes, que se han dejado engañar por unos líderes políticos que han sido condenados a cien años de cárcel!!
¡¡Como no vamos a creer que el rey esté sometido a todos esos peligros, si tenemos un Tribunal Supremo que ha batido todos los récords mundiales de rechazo social a una sola sentencia!!
El rey también corre peligro de creer que vive en una burbuja y pensar, por ejemplo, que alguien ha escuchado el discurso que ha pronunciado en Oviedo una niña de trece años, su hija, sin avergonzarse.
El rey corre el peligro de acabar mal, muy mal, en el cubo de la peor basura de un momento difícil de la historia, aunque depende de él mismo que pueda acabar solo regular.
Por ejemplo, podría pensar que, tras cuarenta y cinco años de monarquía restaurada por un dictador que está a punto de ser derrotado, aunque después de muerto, España tiene derecho a probar ahora cuarenta y cinco años de república.
Como un relevo tranquilo en la forma del Estado. Es de justicia natural aplicada a la política.
Y sin ningún referéndum que divida por la mitad al electorado, ni griterío alarmista de los tardo-franquistas. Y menos aún, tampoco queremos ruidos de sables ni de rumores en las salas de banderas. Es decir, sin rechistar.
Y cuando terminen estas cuatro décadas y media de república respetada, allá por los años sesenta de este mismo siglo, puede quedar hoy pactado que se pongan urnas para decidir cómo nos organizamos.
Es imprescindible ver al rey abdicando y ellos aguantando en los cuarteles, como es su obligación.
Además, la democracia es un sistema exigente, que necesita el cese de quienes fracasan. Entre otras cosas, porque si permanecen se convierten en un peligro. Y Felipe VI ha fracasado en la única apuesta que solo él se empeñó en jugar.
De él mismo depende dejar de correr tantos peligros. El gobierno puede, debe, ayudarle. Y, si se resiste, empujarle.
De esta forma el mismo rey, o el gobierno, habrán demostrado que más Catalunya bien vale menos monarquía.
Cualquiera que se ponga a pensarlo con la cabeza fría llegaría a la misma conclusión.
¿Sería este cambalache hacer algo parecido a eso que llaman “política”?
Hasta podría ocurrir que algunos catalanes se dejaran “engañar” otra vez por España.
Conclusión realista: Lo más probable es que el gobierno tenga mucho miedo a un rey con amigos muy peligrosos y a unos jueces fracasados.