Calles limpias; plazas limpias; aire limpio. Todos en casa, para lo bueno y para lo malo. Para convivir y para discutir. Para disfrutar y para sufrir(nos). Qué bien. Todos en casa, sin aglomeraciones. Sin más aglomeraciones que la interna, según el tamaño de la vivienda y el número de miembros de cada familia. Sin bulla. Sin manifestaciones, sin protestas, que las caceroladas tendrían que ser casi unánimes para que el ruido llegara a La Moncloa, o a Ferraz o a Génova, o a Vistalegre. Esto el virus no lo tenía previsto ¡qué decepción! lo creíamos inteligente. Lo mismo le pasa al capitalismo, tanto acumular y se le van las mejores. Poco se merecen dirigir el mundo, pero manda el poder, no la razón. Siguiendo a Aristóteles, la razón de la fuerza se impone a la fuerza de la razón. ¡Qué virus tan poco previsor! No imaginó qué respuesta daría la gente; ni pensó siquiera que su maldad movería a la solidaridad. Que encerrados tras su puerta, se ha pensado más en la puerta de al lado que cuando se podía salir y, todo lo más, se cruzaban secos saludos en el ascensor. Sólo se planteó –si no fuera por su maldad, inocente e imprevisor virus- el beneficio de la confinación mundial para los amos del mundo, para el gobierno mundial, ese que “no existe” pero manda más que cada uno, más que todos los gobiernos juntos. La parada laboral beneficiaba al gran capital, a las grandes corporaciones mundiales, a las que les interesa hablar de “globalización”, pero la falta de producción arruina a la economía. Qué forma tan burda de contradicción y de enfrentamiento interno.
El virus no pensaba contradecir al gran capitalismo provocando una tan rápida recuperación ambiental. Ni se le ocurrió pensar que no sería necesario ir al campo para volver a escuchar el piar de las aves. ¡Qué contrariedad! Se frena el deterioro del planeta. Y hora ¿qué hacemos? ¿Frenar al virus? Es decir, frenarse. Autodominarse. ¿retirarse y buscar la forma de fortalecerse para el próximo ataque? Por si acaso, será mejor prevenirse. Porque el virus tampoco tuvo capacidad para prever el enfrentamiento que provocaría en el sistema productivo, hasta dividir a la parte pudiente; quienes por una parte quieren mantener el encierro, porque hay que acostumbrar a la gente a obedecer, hay que acostumbrarlos a estarse quietecitos, a dejar de incordiar con exigencias de subida de salarios (qué ambición insana tienen estos trabajadores del XXI, habrá que devolverlos al XV), y antes de seguir divididos habrá que retirarse de forma temporal para revisar la estrategia. Que esto no es la guerra pero una guerra es.
Así que reculemos, reorganicémonos. No se pueden permitir fisuras en el férreo bloque de los pudientes, que no deben ser imprudentes, más que nada porque les podría superar el bloque de los pobres, los desafortunados, los que han carecido del “coraje” suficiente para hacerse millonarios o para heredar la fortuna que amasó el abuelo, por procedimientos nunca bien aclarados.
Calles limpias, plazas limpias, aire limpio. Fábricas vacías. Beneficio nulo. Como se le ocurre al imprevisor virus llegar sin avisar, sin programarse, sin programar. Qué insensatez. Qué imprudencia. El confinamiento favorece al gran capital, pero el paro laboral arruina la economía. Y entonces ¿a quién le van a vender? Si la subida de productos farmacéuticos no va a ser más que un parche. ¿Quién guardará dinero en sus bancos? Es necesaria otra estrategia. Se necesita una adaptación urgente. El confinamiento beneficia al capital pero perjudica a la economía. Dilema. Dilema gordo. La tentación ¿vuelta en contra? ¿Cómo lo de Adán y Eva, pero a lo bestia? ¿Perjudica también a las super corporaciones económicas? ¿también? La duda nos consume.