Militante activo del PCE nunca atrincherado en unos postulados obsoletos e inmovilistas, maestro de profesión, ha sido el alcalde mejor recordado en Córdoba. No sólo el más. Julio Anguita es el que mejor recuerdo ha dejado, incluso a los miles de personas que lo votaron sin sentir la doctrina comunista. O por los miles que todavía lamentan su salida como Coordinador General de Izquierda Unida, empujado por esos compañeros de mucha menor talla, con los que no nos hacen falta enemigos. Pero en el reino de España no se elige a los mejores. En realidad los mejores son apartados para hacer sitio a los más mediocres. En el reino de España no se vota nuevos candidatos, se vota contra los inmediatamente anteriores y, en todo caso, a quienes en su mediocridad sean incapaces de sacar al Estado de la propia. Porque quien siembra vientos no puede recoger más que, como mínimo, vendavales.
“No soy progresista” decía un elemento en un grupo pretendidamente anti-fascista. Sus palabras demostraban la verdad de la ausencia plena de progresismo en sus neuronas. Todo lo más, si acaso, “progrerío”, es decir, pseudo izquierdismo-pseudo revolucionario, vacío de contenido, y la contradicción de su pertenencia y la de muchos de sus compañeros a un grupo con ese nombre. Si no era un “boot”, si no era un perfil falso, no cabe duda: era un infiltrado, un tipo sin escrúpulos de cuantos entran en grupos que desprecian para minarlos desde dentro. Y bien lo había minado ya, porque sus “camaradas” no bloquearon a quien, aunque sin llegar a insultarlo, le había perdido el respeto a una persona de la altura intelectual de Julio, sino a quien había tenido la “ocurrencia” –para ellos, seguramente, atrevimiento- de colocar en el grupo un pésame a uno de los mejores políticos del siglo XX en el Estado español. Un posible presidente que hubiera cambiado la política, la imagen y la economía de un Estado deshecho y roto por tanto patrioterismo como banderitas adornan las muñecas, los fajos de billetes en marcha hacia el Caribe o Centroeuropa, y ahora también las mascarillas de la hipocresía, de quienes, sin rubor ni dignidad, utilizan a los muertos para satisfacer su lucha personal contra sus aparentes oponentes políticos.
Estos no conocen la tolerancia como la conocía y la practicaba Julio. Un comunista dialogante; un comunista contrario a cualquier independencia, pero capaz de defender el derecho de cualquier pueblo a obtenerla. Le encajaba a la perfección: “Estoy en desacuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”. La frase que Evelyn Beatrice Hall puso en boca de Voltaire cuando escribió su biografía con el nombre de “Los amigos de Voltaire”. Esto es creer en la democracia; esto es ser decididamente demócrata. Ausencia plena de “doctorismo” en un doctor de la política honrada, en un analista definitivo del desarrollo de la política, indiscutible dialogante, acertado senequista maduro, razonable razonador, amigo de la verdad y la Justicia y de la defensa de toda necesidad humana, “raro” personaje político por su incapacidad para buscar enfrentamientos, contrariamente a los demás, que en eso buscan su fuerza y con eso abusan de ella, porque para Julio Anguita lo importante, lo perentorio, lo necesario era (es) la cooperación, el entendimiento humano, abolir la confrontación. Su preferencia fue, en definitiva, la lógica. Personas quedan con valor humano, político, social y diplomático suficiente para constituir el gobierno de concentración en que Julio habría destacado. Un gobierno necesario en este momento, sin el lastre de los políticos profesionales, esos que buscan satisfacer la erótica del poder con un sueldo a la medida, y la influencia en quienes les puedan mantener una vida cómoda para toda su miserable (que no mísera) existencia.