El pasado 12 de junio, la CUP le pedía a Laura Borrás que dimitiera como diputada para dejar plantado al Tribunal Supremo. Lo planteaban como un acto de generosidad y ejemplar y, de paso, lanzaba Vehí la manzana de la discordia sobre la mesa apuntando a que pudiera o pudiese haber algo irregular en la gestión de Borrás al frente de la Institución de las Letras Catalanas.
Yo no me metería en el jardín de considerar o dejar de hacerlo el asunto en cuestión, puesto que es un asunto que está siendo investigado en estos momentos. En cualquier caso, sí recordaría este artículo de Quico Sallés para El Mon, donde explicaba cuál fue el sentido del informe de la Sindicatura de Cuentas.
Entre tanto ruido a veces es difícil enfocar con prudencia. Y como de ser prudentes va la cosa, siempre viene bien recordar un principio que en este país parece estar en desuso: la presunción de inocencia hasta que quede demostrado lo contrario.
¿Sería generosa Laura Borrás renunciando a su cargo de diputada para que así la juzgase un tribunal ordinario y no el Tribunal Supremo? Yo no diría que la palabra adecuada sería «generosidad». Más bien estaría haciéndole el juego a quien realmente lo que pudiera estar pretendiendo es eso: que Borrás no esté en cabeza, que no pueda seguir siendo portavoz y repartiendo a diestro y siniestro.
En mi opinión, renunciar a su escaño sería un error en cuanto a estrategia política se refiere. A la suya, claro. Porque está bastante claro, por las reacciones que hemos podido ver que algunos se frotan las manos pensando en lo bien que les vendría quitar a Borrás del medio. Quizás por eso se haya montado todo esto. Quién sabe.
¿Fue generosa la CUP cuando se negó a votar a favor de Turull como President? En absoluto. Ni generosa, ni comprometida con un proyecto y, si digo lo que realmente pienso, fue cruel: porque sabían que estaban enviando a prisión a una persona en una situación muy distinta a lo que debería haber sido. Porque Turull debería haber sido investido President y quizás así las cosas habrían sido todavía más evidentes.
Entonces, la CUP tuvo una actitud que en mi opinión no puede tildarse de responsable ni de generosa ni de comprometida con unos principios: con la presunción de inocencia y con la de plantar cara ante una especie de camino al «matadero» que fue aquel que recorrió Jordi hacia Madrid después de que el no de Riera le diera una estocada dolorosa. No fue la última, pues la última la dio el Supremo al lanzar el rumor de que Turull regresaría a casa aquel día de marzo, cuando en realidad, después de comer, le envió a prisión. Y allí sigue.
Siempre pensé que cuando hay sombras en la gestión de un político lo más razonable era retirarse hasta que se dilucidase el asunto. Eso lo pensaba cuando creía que la justicia era independiente, que todos éramos iguales ante la ley y que una toga era señal de garantías. Viendo lo que estoy viendo, desde luego, ya no puedo opinar de la misma manera: desde que seguí el juicio contra los líderes catalanes, el juicio contra el Mayor Trapero, el juicio contra los chavales de Alsasua, el juicio contra Valtonyc, contra Strawberry y tantos otros, ya no creo que las togas nos traten a todos por igual, no me queda del todo claro que la justicia sea igual para todos -sobre todo cuando hoy leo el dictamen de los letrados del Congreso sobre la inviolabilidad del rey- y tengo a veces la sensación de que tras las togas y puñetas se pudiera esconder un deseo por descabezar políticos que ponen en duda todo un sistema tocado y herido de sombras contrarias los principios democráticos.
No, Laura Borrás no creo que debiera dimitir en estos momentos. Es cierto que el Supremo muy probablemente tenga ya su sentencia pensada, y que esto acarrearía la eliminación de Laura del panorama político. Pero todos los que se han presentado a las elecciones catalanas en el sector independentista sabían que este tipo de «sorpresas» aparecerían más tarde o más temprano. ¿Hay que rendirse, entonces? Sorprende que desde sectores que se supone combativos ante las injusticias le animen, precisamente, a quitarse de en medio.
A no ser que las siglas y unas futuras elecciones puedan más, una vez más, que aquello que se decía defender siempre: justicia justa, presunción de inocencia y defensa de la legitimidad que dan los votos.
Es triste comprobar que ya, finalmente, el independentismo se parte la cara a las puertas de unas elecciones. Es triste ver cómo entre todos la mataron y al final, ella sola se murió, como se suele decir.
La decepción de tanta gente que creía que defender el derecho a opinar estaba más allá de los partidos es comprensible. Y una vez más, nos planteamos algunos si no hay demasiada pose que queda difuminada cuando se pone el dichoso pastel del poder sobre la mesa.