Isidoro fue algo así como un Platón y un Aristóteles redivivo, como un Séneca adelantado al senequismo, al de verdad, no a la modorra supina confundida con filosofía popular. Isidoro de Sevilla estudió, analizó, conoció, trabajó. Publicó la que es considerada primera enciclopedia mundial: las etimologías. Y defendió.
Pero en la defensa tuvo dos etapas, dos tiempos, dos comportamientos. Y el segundo traicionó al primero. Y, como la historia la escriben quienes la escriben, de su obra quedó vista para sentencia sólo la segunda parte. Sin embargo ese fue el error, porque ahí Isidoro se equivocó. Porque se traicionó a sí mismo, a su origen, a sus orígenes, desde el momento en que traicionó a su tierra, a Andalucía, entonces transfigurada en Bética sin que por fortuna existiera el futbol.
Isidoro de Sevilla defendió a la Bética de la depredación visigoda. Ayudó a inspirar la independencia andaluza del imperialismo del llamado «Reino godo de Toledo» —se aclara el nombre completo, porque aquí no se da la menor aversión a la ciudad—, colaboró en la formación del reino bético de Híspalis, formado por fusión de hispano-romanos e hispano-godos, entendidos los primeros como los habitantes peninsulares anteriores a la llegada de los conquistadores godos. Defendió la existencia del reino de la Bética y su ampliación amistosa cuando Bizancio se recluyera en su espacio propio. Lo hizo por afán cultural; por filosofía.
Porque Hermenegildo, el hijo del conquistador, fue conquistado por el arte, por la cultura bético-andaluza, por el estilo, por la forma de hablar, por la buena expresión, por su aire, por su aroma, creó un reino que abarcaba desde Lisboa y Prosérpina a Calpe-Gibraltar, desde el Atlántico al confín de Bizancio en la península. Un reino creado desde la cultura, desde el rechazo a la guerra si no era para defenderse, sin rechazo a ningún ser ni a religiones ajenas, porque todas eran propias. Hermenegildo se hizo bético con ayuda de Leandro y de Isidoro, verdaderos intérpretes e inductores de la cultura andaluza en los espíritus capaces de asimilar la cultura, como compresión que es de las culturas.
Pero Hermenegildo vendido por el imperio, murió en Barcino, por orden de su padre, el tan «nobilísimo» Leovigildo, como toda la casta visigoda, casta a la que su contemporáneo, el obispo Osio calificó de pérfidos. Pero castos, eso sí. Murió por converso. Pero por converso andaluz, por convertirse al andalucismo. ¡Cuantos Leovigildos perviven hoy, rediós! E Isidoro, tras casi tres años de sufrido levantamiento contra la horda depredadora que se llevaba las riquezas de su pueblo a golpe de espada, sucumbió. Al enjuague político de Recaredo, al juego de religiones, a la lisonja, a la credulidad en una real integración de las dos comunidades, mientras la invasora seguía pisoteando a la autóctona. Grave minoración visigoda a los valores culturales del Arzobispo sevillano; porque en la Bética podría ser «uno de los», pero en godolandia era único. Ninguna otra figura cultural ha dado el llamado «noble pueblo godo» por el historicismo oficialista.
Isidoro se equivocó, pero los errores en política son pecaminosos porque son traiciones. Porque abandonó a su pueblo por la cómoda poltrona de un puesto en «la capi», de una notoriedad que hubiera gozado de todas formas y además valorado. Entonces los depredadores no podían valorarlo: no sabían. Después los descendientes de los depredadores lo valoraron sólo por su segunda parte, su segunda vida. Porque los depredadores necesitaban y necesitan figurar, esgrimir notoriedad, para poder negar mejor la realidad de una existencia: la de Andalucía. Notoriedad aunque Andalucía salga perjudicada, aunque —aunque, no— a costa de ignorar y ocultar el verdadero y real trabajo por Andalucía. Porque lo que importa es el protagonismo.
Nada ha cambiado, parece que la historia es cíclica y el nombre condiciona. Este es el plan del «clan de los isidorianos».