Hay antisistemas de muy diverso signo. Y, a diferencia del totalitarismo se diferencian entre sí. No es igual el antisistema por enemigo o combatiente del autoritarismo de la opresión y la represión, a quien tiene en sus postulados la imposición de un sistema opresor, directo ó a través de los poderes paralelos de los grandes opresores, con frecuencia superiores y lo reclama como si fuera un derecho, cuando no pasa de defensa de sus propios intereses y los de su grupo de amigos y deudos. Así viene siendo desde tiempo muy pretérito y sin embargo actuales porque no han cambiado. La afición de las administraciones a recaudar le lleva a idear los métodos más sofisticados y los menos adecuados para ganarse voluntades. Porque no son voluntades lo que persiguen los administradores y sus esbirros, sino recaudar sin freno y a costa de lo que sea.
Bien están los impuestos cuando están bien y cuando el imprescindible servicio es recíproco. Hacienda somos todos menos cuando se abusa y cuando los impuestos no se gestionan para bien del ciudadano. La esclavitud pasó hace tiempo, dicen algunas leyes. Ahora sólo hay dependientes; dependientes de la voluntad del señor, y la de su fiel servidor. Si las leyes están para cumplirlas, la Administración y su responsables y ejecutores son los primeros obligados a predicar con el ejemplo, a ser fieles a la ley y a la ciudadanía que los sostiene, en vez de incitar a la insumisión fiscal. Porque el extremismo administrativo es azote de quien se mantiene con unos ingresos muy inferiores del que mete la mano en su cuenta bancaria que, salvo error, sólo es pobre remedo del pobre salario percibido, muy por debajo del límite embargable. Lamentable circunstancia que minusvalora y minora la democracia. Porque la opresión es enemiga de la democracia, y la voracidad recaudatoria una de las peores formas de opresión. Bien están los impuestos cuando están bien. Mejor está la Justicia —que depende de leyes emitidas desde el Parlamento (lo contrario de omitidas)— y de interpretaciones jurídicas, a veces tan incomprensibles como dispares. Los impuestos están bien cuando están bien, no cuando se idean para oprimir, para recaudar al máximo y luego gastarlo en proyectos inútiles como un tranvía que intenta justificarse en el mantenimiento y alargamiento de su recorrido y entorpece en lugar de resolver el problema de la movilidad. Los impuestos estás bien cuando sirven para actuaciones útiles y cuando se ajustan más ajustadamente a la Justicia que la estricta y estrecha ley.
Que la Administración sea protegida por sí misma y por otra Administración superior deja sin valor la democracia y el principio de igualdad ante la Ley. La ley no debería apoyar a la Administración y desproteger al ciudadano; no debería rebajar el principio de igualdad al deber de gastar y complicarse para poder defenderse de la voracidad de la Administración. Cuando una Administración mete la mano en una cuenta bancaria mantenida sólo con un salario o pensión mínima, el incumplimiento estricto de la Ley debería ser perseguido de oficio, sin obligar al perjudicado a largos y costosos procesos jurídicos que suelen resultar más costosos que dar por perdida la cantidad «susllevada» más que sustraída. Para que hubiera igualdad efectiva de la ley, el ciudadano debería poder embargar la cuenta al Ayuntamiento, o a la Diputación, ó al órgano correspondiente, cuando este lo hiciera incumpliendo la legislación. Pero sólo a la Administración se permite ser juez y parte. El funcionariado no debe ser una clase privilegiada y los errores deberían ser pagados por quien los comete que no es la ciudadanía. Si pagara quien comete el error, el resultado sería justo, plenamente distinto, porque en el momento actual paga el conjunto cotizante, no el/la culpable.
El voto no es un cheque en blanco, el voto no autoriza a gastar el dinero de impuestos y multas en poner estorbos en el centro de la calzada con el único fin de amargar la vida al automovilista, en vez de reclamar a administraciones superiores y generar un transporte público rápido y eficaz como el metro. La misión de los gobernantes no es ahorrar inversión a sus superiores jerárquicos de partido, sino gestionar para el bien de sus gobernados.