Acabo de ver, una vez más, dos o tres instantes de aquellos nueve minutos letales durante los que una rodilla asesinaba lentamente a una persona como usted y como yo, a miles de kilómetros de aquí y durante un abuso policial que tuvo lugar hace menos de un año.
El corresponsal en Minneapolis habla de la sentencia que ha condenado al culpable y yo estoy sentado, mirando la pantalla. Aquel coche, aquel cuello aplastado contra el asfalto, aquellos gritos apagados y ahora tengo la sensación de que George Floyd se está muriendo en el suelo de la habitación donde tengo la tele, a menos de dos metros de mis ojos. Ese aparato al que tantas veces he derrotado con la fuerza del sueño.
De repente me siento dominado por otra pantalla brutal. Era el 2 de septiembre de 2015, yo estaba trabajando en la oficina con el ordenador y todo mi mundo se convirtió en un niño con un niqui rojo, un pantalón azul y los zapatitos puestos. Estaba tirado en una playa, pero no durmiendo porque yacía boca abajo y sus manos, inertes, me enseñaban las palmas. Un policía le estaba mirando, de pie, cerca del lugar donde una ola descansaba para acariciar la arena sin romperla.
Las imágenes y las palabras se siguen moviendo por la tele mientras, poco a poco, consigo volver a la sentencia de Floyd. Los periodistas preguntan a personas que están llorando de alegría y decido anotar la respuesta de un joven: “No estamos contentos porque una persona vaya a prisión, sino porque no han podido ocultar la verdad”.
Habrá un antes y un después de George Floyd que quizás comenzó contribuyendo a la derrota de Trump. Ojalá que este buen cambio se extienda por todo el mundo.