sábado, 23 de noviembre del 2024

La justicia, un cachondeo que no cesa

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El descrédito de la justicia a cualquier nivel no es una apreciación subjetiva, todo lo contrario. Desde la más alta magistratura, Tribunal Constitucional (TC), hasta el más recóndito y anónimo de los juzgados de Primera Instancia e Instrucción pasando por el Tribunal Supremo, Audiencia Nacional, Tribunales Superiores de Justicia, Audiencias Provinciales resoluciones tras resoluciones o sentencias judiciales provocan escepticismo, hilaridad y hasta sonrojo entre la mayoría de los ciudadanos.

Una justicia que dependa del juzgado, tribunal o del juez o de ante mano se sepa la resolución judicial o sentencia según en qué instancia judicial se dirima la causa, poco tiene que ver con la justicia y sí mucho con la discrecionalidad o con el pensamiento ideológico o moral de quien debe aplicar la justicia. Aquel juez o componentes de un tribunal que antepongan sus convicciones políticas, ideológicas o morales a una aséptica interpretación de la norma a la hora de dictar sentencia se descalifica como tal y deben ser irremediablemente apartado de la judicatura. Con esto no estamos impidiendo que los jueces tengan convicciones, sino que dichas convicciones no pueden ni deben influir en sus sentencias y resoluciones judiciales.

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A todo esto, hay que añadir que la secular falta de inversión en la administración ha incrementado un problema endémico en nuestro sistema: la lentitud de la Justicia, ocasionando sobrecarga de trabajo de los Juzgados, que lleva a algunos de ellos a una auténtica situación de colapso.

Existe una aparente contradicción entre la necesidad de celeridad y eficacia de la justicia, y la necesidad de defensa y garantías de los acusados. Ante esta contradicción se extiende el clamor por la reforma de las leyes.

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Conocida es la afirmación del presidente del Tribunal Supremo en el sentido de que las leyes que regulan los procesos penales en España están previstas para los “robagallinas”, pero no para los grandes defraudadores. Para estos casos suele pasar hasta más de diez años desde que cometieron los hechos delictivos hasta que la condena ha sido firme.

Frente a la corrupción, frente a los delitos complejísimos de los que no roban gallinas, se suele pedir mayor rigor, más penas. A ese tipo de delincuentes lo que les frenaría no es la severidad de las penas sino la certeza de su aplicación. Delinquen convencidos de que, si son descubiertos, sus bien retribuidos defensores alargarán el proceso hasta el infinito y que, finalmente, podrán eludir los rigores de una condena efectiva.

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Si los doctos letrados y de supuesto reconocido prestigio componentes del Tribunal Constitucional tardan más de 16 meses en dictar sentencia en relación con recurso presentado de inconstitucionalidad acerca de ciertos aspectos del Estado de Alarma, sabiéndose de antemano el resultado 6 a 5 de los letrados componentes del máximo tribunal, refleja meridianamente lo anterior dicho. Del mismo modo, no se puede entender que sobre la misma causa, esto es, sobre la petición de toque de queda por las administraciones autonómicas, tengan resoluciones dispares en los Tribunales de Justicias autonómicos, sabiéndose cuál iba a ser la resolución en función de la adscripción política de los jueces que componen dichos tribunales.

Cabe terminar afirmando que, para colmo, la justicia no es igual para todos y en nuestro país hay ejemplos que así lo demuestran y no hay mejor forma de mostrarlo con el pensamiento de aquel filósofo griego: “Se piensa que lo justo es lo igual, y así es; pero no para todos, sino para los iguales. Se piensa por el contrario que lo justo es lo desigual, y así es, pero no para todos, sino para los desiguales”. En este sentido hay que entender que la hermana del rey se salvará de una condena que la llevará a la cárcel como a su marido, que al rey emérito no se le haya procesado por delito alguno en nuestro país y, más recientemente, que un juez de la Audiencia Nacional tras escuchar las conversaciones grabadas del excomisario Villarejo no encuentre motivo para imputar a Mariano Rajoy y Dolores de Cospedal en el llamado caso Kictchen, por ejemplo.

Todo ello, hace aumentar entre los ciudadanos la creencia de que la Justicia es un cachondeo donde se dirimen otros asuntos ajenos a las causas que se traten y de ahí las resoluciones tan dispares y contradictorias, en la que jueces de manera arbitraria suelen volcar sus convicciones ideológicas o morales y en la que el principio de que todos somos iguales ante la ley brilla por su ausencia.

Lo dicho, un cachondeo que no cesa.

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