Cuando José Luis Rodríguez Zapatero apareció en la escena política hubo quien se aventuró a llamarle «bambi», quizás por ese tono «inocente» que mostraba. Si alguna palabra puede definir al presidente, en mi opinión, es la del talante. La calma, la altura de miras, y sobre todo, en el ámbito de su enfoque personal, la de «pensar bien en general» pero no caer en el terreno de la inocencia cándida.
La llegada de Zapatero al Gobierno supuso, sin lugar a dudas, un relajamiento en las tensiones insoportables que el señor Aznar se había encargado de alimentar. La política de la crispación como bandera había agotado a todo el mundo. El tono irritante, las faltas de respeto, la «chulería» en definitiva que caracterizaba a un Partido Popular que daba la sensación de haber perdido el rumbo llegaron a desquiciar a la política, a la opinión pública y de algún modo también a la ciudadanía, que estaba ya polarizada en exceso.
Zapatero tuvo que sortear todos los obstáculos imaginados: los que venían de fuera, pero sobre todo, los que vinieron «de dentro». Ese «cuerpo a tierra que vienen los nuestros» lo sufrió más que nadie el leonés del PSOE.
Y de su mano vinieron, sin lugar a dudas, los avances más importantes para esta democracia en construcción. Apostó como nunca nadie había hecho por las mujeres. Introdujo medidas positivas para equilibrar el espacio de poder con presencia de mujeres. Supo establecer dentro del partido una política orgánica dinámica, abierta, joven y fresca. Le dio al PSOE una vida que en muchos años había quedado marchita. A la sombra, agazapados, sus más firmes detractores: porque si alguien odiaba a Zapatero, lejos de lo que muchos pudieran pensar, no eran las derechas -que también-, sino las sombras que en su propio partido habitaban. Fueron ellos los que se encargaron de ir sembrando «bombas» (metafóricas, claro) bajo sus pies. Y quienes, desde el propio Ferraz acuñaron aquella maléfica expresión de «la herencia de Zapatero».
Uno no es profeta en su tierra. Pero no me cuesta ningún trabajo reconocerle a este señor el grandísimo trabajo que realizó como presidente y también como Secretario General de un partido que vio, en su mandato, una revolución interna apasionante. Lo sé porque la viví. Y lo sé porque fueron tiempos de Zerolo, de Aído, de Trinidad y de tantos otros a los que el tiempo hará justicia, la que no hicieron los medios de comunicación ni la memoria colectiva de momento.
Acostumbro a hablar con contundencia de lo que conozco en persona. Y todo esto lo he vivido. Sé de lo que hablo cuando señalo las luces y las sombras. Y sé muy bien que Zapatero siempre buscó el equilibrio, el diálogo, la calma para reflexionar y la escucha activa para responder.
He conocido a muy pocas personas con la valía personal que me genera José Luis. Y Carles Puigdemont es una de ellas. Reconozco en los dos líderes valores muy parecidos. El contexto y las circunstancias operan también, claro está, en sus decisiones. Pero sus «mimbres» me resultan similares.
Hay diferencias, lógicamente. Entre otras, el abandono que en mi opinión sufrió Zapatero por parte «de los suyos», y su estrategia, de perfil «bajo», y sin perder el pulso en el análisis a pesar de no estar aparentemente presente. Puigdemont, por el contrario, cuenta con un apoyo incondicional de quienes se mantienen a su lado. Aunque de traiciones, evidentemente, también sabe. Ambos son hombres de palabra, de diálogo, de justicia en mayúsculas.
Los dos me parecen hombres valientes. Hombres coherentes. Hombres comprometidos con unos valores y una ética que se echa en falta desde que no están en la arena política española.
Precisamente ayer decía Zapatero en el Ateneo de Barcelona que se sentía en una «especie de deuda» al hablar del estatuto de Cataluña, de lo que sucedió con el Constitucional y de su responsabilidad como presidente del Gobierno. «Fue el Tribunal Constitucional, pero claro, yo era el presidente del Gobierno». Dijo. A mí me parece que hay que ser honesto y valiente para decirlo.
Y apeló al necesario análisis que debe hacerse para entender por qué está pasando «lo que está pasando» en el ámbito de la justicia europea con el asunto de Puigdemont. Sus palabras, sabias, muestran que hay alguien «al otro lado». En sus apariciones públicas en estos últimos días es evidente que aparece para dar señales, aunque sean muy sutiles, en un sentido que me parece positivo de entrada.
Confieso que lo que venga de José Luis me inspira confianza, a pesar de que entiendo que haya recelos en Cataluña hacia sus palabras. Es lógico, pues no todo el mundo sabemos la cantidad de abismos a los que se asomó este hombre en su momento y las decisiones que tuvo que tomar «para evitar males mayores». Pero yo confío en que su talante y sus principios sirvan de guía para quienes tienen que resolver este conflicto.